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Cultură

Los taxistas calientes de Buenos Aires

Los amores, los robos, las competencias y la crisis. Todas las historias dentro de un vehículo que se erige como el verdadero cronista de la ciudad

Artículo publicado por VICE Argentina

“Una vuelta —dice Oscar—, se sube una mina. '¿Me llevás hasta Bernal, papi?', me dice. 'Eso sí: no tengo un mango, vamos a tener que arreglar de otra manera'. ¡La mamada que me hizo!”. Oscar suelta el volante, abre las manos, las vuelve a unir en una palmada que retumba en el cubículo frío, con olor a desodorante envejecido, de un Renault Logan modelo 2015. Tiene 60 años, canoso, bigote tupido. Es uno de los alrededor de 40 mil taxistas que resisten en esta Buenos Aires del siglo 21. Amenazados por UBER, por las protestas que cortan las calles, por la difícil situación económica y por los nuevos valores construidos al calor del feminismo, parecen los últimos exponentes de una ciudad ya no es —ni quiere ser— la misma que era.

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“Lo que pasa es que acá son todos vivos —sigue este hombre de pullover gris cubierto de pelotitas—. Acá cada uno hace lo que se le canta el orto. Ves a estos muchachos africanos en la calle, vendiendo collares. Todo robado. ¿Qué impuestos pagan estos tipos? Y de UBER mejor ni hablemos. Yo tengo que pagar una licencia de 150 mil pesos y estos pibes usan el auto de papá y salen a hacerse unos pesitos para salir de joda el fin de semana. ¿Pero por qué no se van a cagar? Por eso yo siempre les digo a mis hijos: apenas puedan, mándense a mudar. A Norteamérica, a Europa, a la concha del mono… Pero en Argentina ya no se puede vivir”.

Oscar parece la caricatura del taxista porteño. Racista, misógino, opinador compulsivo. Hay cosas que, aclara, sólo habla con los varones. Cómo mamaba la verga la pasajera que se bajó en Bernal, por ejemplo, y que después, dice, se siguió cogiendo hasta que la mina encontró un macho con guita. “Porque con las minas no hay tutía —gesticula mientras espera en el semáforo, busca la foto de la pasajera en el celular—. 'Que soy independiente', 'que hago lo que quiero', 'que esto que lo otro'… Pero a todas les gusta tener un macho que pague las cuentas”.


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El cronista de VICE se baja del taxi tras otros 15 minutos en los que tuvo que morderse los labios para no responder. ¿Acaso su entrevistado podía ser más arquetípico? Desconfía del procedimiento que utilizó para captar la esencia del taxista porteño. Cierra los ojos. Estira el brazo. Le gusta pensar que está jugando a la ruleta. En la esquina de Santa Fe y Pueyrredón abundan las opciones. Cuando abre los ojos descubre qué le deparó la suerte. Un Chevrolet con los vidrios empañados por la calefacción, Don Mario, “72 pirulos”. En un viaje hasta Congreso explicará por qué el mejor gobierno de la historia fue el de Carlos Saúl Menem, por qué el ministro de economía de entonces, Domingo Felipe Cavallo, fue un genio. Por qué está muy bien que el gobierno de Macri le pida opinión en un momento difícil. “¿Sabés que pasa, muchacho? —dice sin sacar la mirada de un colectivo que se está arrimando a la vereda—. Sube el dólar y todos se desesperan. ¡Subió el dólar, subió el dólar! ¿Y a vos qué te importa que subió el dólar? Eso le importa a los tipos que tienen millones, que te compran, te venden y con la diferencia se hacen el negocito… ¿Pero a vos qué te importa, muchacho? ¿Qué te importa?”.

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Don Mario lleva 30 años arriba del taxi. Su Chevrolet reluce. Cambia de auto cada dos años (el promedio de la flota de taxis de Buenos Aires es de tres años de antigüedad) y tiene dos vehículos más, los dos con choferes. Dice que con el taxi se cura, se come y se educa. Que le pagó la universidad privada a su hija mayor, abogada, que si te sentás ocho horas por día, todos los días, menos los domingos que “son sagrados”, la cosa funciona. La competencia de UBER no le interesa. Es otro público. A él lo toman las señoras, los viejos… los pibes no tienen plata para subirse. Según Don Mario, el problema de la Argentina es que la gente no sabe lo que quiere. “Antes teníamos a la yegua y se quejaban, ahora tenemos un presidente serio y se quejan también. Hay mucha locura. Mucho echarle la culpa a los demás, pero la verdad es que acá nadie quiere trabajar, todos quieren la fácil. Y fácil no hay nada, muchacho”.

Sin embargo para Don Mario parece sencillo encontrar el camino de salida de Parque Chas, o atravesar media ciudad, un viernes en hora pico, en menos de 30 minutos. No tiene GPS. No le hace falta. Conoce las calles de toda Buenos Aires. “Decime una, dale, y te digo dónde está”. Acierta todas, pero además se da cuenta cuando el cronista de VICE inventa una calle para hacerlo pisar el palito. Pero Don Mario no puede hacer magia. Como no usa Waze ni ninguna otra aplicación que le avise del estado del tránsito en tiempo real, ignora que allá adelante un auto se quedó justo en medio del camino. “Me ensarté”, dice y el cronista de VICE mira cómo corre el reloj del taxímetro. Las fichas caen. $3,26 cada 200 metros. $3,26 cada minuto de espera. La cifra aumenta. Empieza a volverse exorbitante. Quizás llegó la hora de bajarse. “Igual lo mejor que tiene el taxi —dice Don Mario, como si en su cabeza hubiera seguido pensando algo— son las minas. ¡72 pirulos tengo! —repite—, ¿vos podés creer que acá arriba todavía me dan bola?”.

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Otra esquina concurrida de la ciudad. Los ojos cerrados. La mano en el aire. El auto que se acaba de detener es el mismo que había entrevisto en la fila de taxis que avanza, lento, por la mano izquierda. Es un Renault Kangoo, amplio, espacioso, manejado por un treinteañero de rulos. El aroma a pino y un plato con caramelos anuncian que el viaje será distinto. También las luces de led que iluminan el piso aunque sea de día. Y la música, un jazz furioso, que sale de los parlantes detrás del asiento del pasajero.

Rodrigo es de esos taxistas que no abundan, pero siempre existen, en Buenos Aires. Una rareza que ofrece el mismo servicio de los demás y también un plus que puede ser la iluminación, el expendio de caramelos o bebidas, la música. Sobre todo, los taxis como éste vienen con choferes que están a la altura.

“Es que yo quiero que mis pasajeros se sientan bien —dice, baja el volumen de un solo de Charlie Parker, levanta la ventanilla de su lado—. El pasajero paga para viajar de un lado a otro, pero ese viaje tiene que ser una experiencia única. Yo no te hablo de política, no te quemo la cabeza con pavadas, no te voy a andar puteando a los colectivos… Vos te subís a mi taxi y vivís una historia de amor”. Si las palabras pueden ser algo confusas, la idea se entiende cuando Rodrigo detalla: 40 años, hijo de taxista, siente que es heredero de una tradición que heredó de su padre, ya fallecido y “fanático de Rolando Rivas”, aquel taxista de ficción que encarnaba Claudio García Satur en los años 70 y que batía todos los records de audiencia. “Mi viejo conoció a mi mamá arriba del taxi. Y ella llegó a manejar también durante un tiempo. Mirá que no hay muchas mujeres acá arriba, pero mi vieja se animó”. Rodrigo explica que cuando habla de “historias de amor” se refiere a conocer al otro, a preocuparse por su salud, por su historia, por su familia. Él es soltero y cada tanto conoce a alguna pasajera que le gusta, pero si ella no le tira alguna señal, él “se queda en el molde”. “Está complicado —dice—, las mujeres tienen miedo y con mucha razón. Los que te dicen que las chicas les pagan los viajes con sexo son todos unos mentirosos. Hay algún que otro caso de levantes y eso, pero es puro verso. El taxista es igual de mentiroso que el pescador. Hay mucho pajero manejando taxis. También hay mucha droga. Eso no te lo dice nadie, pero más de uno sube fumado o merqueado. Después andan por ahí esquivando los controles”.

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Rodrigo maneja rumbo a un lugar que “es una joyita”. Enfila para el lado de la costanera sur. Es otra tarde complicada para el tránsito porteño, pero mantiene la calma. Por fin, después de casi 40 minutos de atascamientos, protestas, motos en jauría y ambulancias que se desesperan por tener paso, llegamos a Puerto Madero. El oasis en Buenos Aires. El barrio más nuevo de la ciudad. Sobre la avenida de los Italianos, detiene su Kangoo. “Mi viejo no lo llegó a ver —dice y señala hacia fuera—, pero para mí es él. Veo ese monumento y siento que es mi papá”. El monumento es un hombre calvo, de 50 y pico de años, vestido con camisa, corbata y campera. Está apoyado con orgullo sobre su taxi Siam Di Tella. El material simula el bronce. Es el homenaje de la ciudad de Buenos Aires al taxista porteño. “Es que ser tachero no es cualquier cosa —sigue Rodrigo mientras vuelve a arrancar, el solo de Charlie Parker le dio paso a la voz de Ella Fitzgerald, hasta parece que se limpia una lágrim—-. Los tiempos cambiaron, pero la esencia es la misma”.

Licencia de conducir profesional. Certificado de antecedentes penales. No tener multas pendientes de pago. Un curso técnico. Una prueba de manejo y de conocimiento de las señales de tránsito. Controles del gobierno de la ciudad, agentes que piden documentación, peleas con los motoqueros, los colectiveros, los automovilistas. Y por supuesto el auto, el taller, la licencia de taxi. También el precio de la nafta y del gas, que aumentan a cada rato. Las exigencias son muchas y parecen poner a prueba la paciencia de estos hombres que eligieron un medio de subsistencia que alguna vez fue garantía de un buen pasar, y que hoy se sostiene a duras penas, amenazado por Uber, Cabify y la mala prensa. Los datos oficiales dicen que en la ciudad de Buenos Aires se realizan unos 120 mil viajes por día, superando a ciudades como Nueva York, París o Madrid. Cada taxi recorre un promedio de 180 mil kilómetros por año. Pero el desgaste de los motores no es nada comparado con el del cuerpo de quien maneja. Pasar tanto tiempo sentado y en estado de alerta eleva el riesgo cardiovascular, genera insomnio, dolor en las articulaciones. En épocas difíciles, hay que trabajar más horas para conseguir la misma plata que, además, ya no rinde como antes. La recaudación diaria puede ser de unos dos mil pesos, de los cuales queda una ganancia de alrededor del 50 por ciento, si es que el auto no se rompe o el taxista no se tienta con un almuerzo demasiado caro. Un peón gana la mitad, porque el alquiler del auto puede costar más de mil por día. Pero estos números varían todo el tiempo, así como varía la inflación, el precio del dólar, las aplicaciones para viajar más seguro o más barato y el humor de la gente.

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Un bar y restaurante en el límite entre Almagro y Balvanera. Su buena comida y sus precios bajos lo convirtieron en el rincón elegido para buena parte de los taxistas que andan por la ciudad. Doble fila de taxis estacionados. En verano, un café en la vereda. En invierno, la mesa larga de amigos que comparten la profesión. Hasta ese lugar llega Claudio, un rubio bronceado que vacaciona en Miramar con su mujer, su hijo de siete años y sus suegros. Dice que lo más peligroso de ser taxista es trabajar de noche. Más para alguien como él, que alquila el Ford Focus 2015 con el que sale todas las mañanas, a las ocho en punto, desde su casa en el Conurbano. La mitad de lo que gana va a parar al dueño, que cada tanto le saca el auto porque hay que llevarlo al taller y eso significa que Claudio no puede trabajar. Cuando es así, se arregla con changas. Cuando el taxi vuelve, entonces no le queda más remedio que trabajar de noche, para compensar. Va a las puertas de los boliches y levanta grupos, sobre todo de chicas, que son más seguras. Claudio dice que a él a veces le tiran onda, pero no les da cabida. Primero está su familia, su seguridad y el trabajo. “Una vuelta subieron unos pibes y me pusieron un chumbo en la cabeza, me robaron toda la recaudación del día. Igual agradecés que te dejen vivo. Prefiero volver a casa con las manos vacías que no volver”, dice y mira el reloj en la pantalla de un televisor que cuelga cerca del techo. “Igual también hay tacheros que afanan, ¿eh? —dice, bajando la voz—. Conozco a varios que te hacen el cuento del tío, te cambian el billete, te pasean por toda la ciudad… Pero más les pasa a los turistas. Esos son carne de cañón”..

“Para mí lo nuestro no es una profesión —Marcelo, 32 años, camisa blanca y corbata de chofer de una mandataria, apoya su taza de café sobre el plato—, tampoco es un oficio. Es un servicio. Somos prestadores de servicios”. Sus compañeros asienten. El venezolano Omar mira la hora en su celular: terminó el descanso, hay que salir a la tarde de otro lunes en una ciudad a la que llegó hace seis meses, después de pasar muchas pruebas, conseguir permisos, aguantar la espera con trabajos mal pagos. Ahora tiene obra social, vacaciones y un sindicato que lo protege. Entiende a los choferes de UBER que necesitan trabajar igual que él. Los entiende, pero le quitan su trabajo. Es de lo único que Omar opina. De eso y de fútbol: Messi, Cristiano Ronaldo, el campeonato argentino. Sus compañeros tampoco son de muchas palabras. Claudio les pregunta qué onda ellos con las mujeres, si levantan tanto como dicen algunos taxistas o si es puro cuento. “Hay de todo —dice Marcelo y pide otro café—. Pero esas son las dos cosas de las que hablan los taxistas: política y mujeres”. Después confiesa que votó a Macri y que no lo piensa votar nunca más en su vida. El mayor de los tres, Bautista, que ronda los 40 años, barba de dos días y corte de pelo al ras, asiente con la cabeza. “Política y mujeres con los pasajeros hombres —aclara—. Con las pasajeras sólo de política o de la familia”.

Claudio termina su café y se prepara para seguir trabajando. Dice que la cosa está peor que nunca. Que antes yiraba ocho horas por día y ahora tiene que hacer doce para ganar la misma plata. Que prefiere estar mal como antes que bien como ahora. “¿Vamos?”, pregunta, con la esperanza de sumar otro viaje. El cronista de VICE agradece el ofrecimiento, pero decide volver a casa caminando. Se quedará un rato más en ese bar donde cuelgan fotos viejas, banderines y un televisor. En otra de las mesas, dos hombres que bien podrían ser Don Mario y Oscar, juegan al truco como si en esa partida, mientras en la pantalla transmiten las noticias del día —el aumento del dólar, otra protesta en la calle, otro caso de inseguridad—, Buenos Aires siguiera siendo aunque sea una parte de lo que alguna vez fue.

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