FYI.

This story is over 5 years old.

Viajes

Te presentamos a la última Lykov

Pocas personas en el mundo han tenido el gusto.

Todas las fotos por Peter Sutherland.

Hay ciertas barreras éticas, debatidas por antropólogos y etnólogos desde tiempos inmemoriales, al intentar documentar la vida de grupos humanos que nunca han sido contactados o que viven perdidos en los pocos resquicios por explorar en este planeta. Pero estas barreras se derrumban en cuanto el mundo invade, inevitablemente, su hogar. Los Lykov, una familia rusa que vivió en Siberia sin contacto humano durante gran parte del siglo XX, no son una tribu sin descubrir como muchas de las que permanecen escondidas del mundo moderno en Sudamérica. Tampoco se opusieron violentamente al contacto externo como los habitantes de las Islas Andamán, quienes continúan aislados hasta el día de hoy. Cuando le pregunté a Agafia, la única sobreviviente del clan Lykov, de 69 años, si desearía que los geólogos que descubrieron a su familia en 1978, en la taiga siberiana, nunca los hubieran encontrado. Ella sacudió la cabeza. “No sé si habríamos sobrevivido [sin ellos]”, me dijo. Nos estábamos quedando si herramientas y sin comida. Ya no teníamos bufandas”. Esta vez, esa incesante curiosidad de la humanidad por revelar todos los secretos de este mundo, quizá ayudó a preservar, en lugar de contaminar, un fenómeno tan singular.

Publicidad

Todo empezó en 1936 cuando Karp Lykov y su esposa, Akulina, decidieron abandonar la civilización por completo. Hartos de los comunistas y de la vida urbana en general, se adentraron en la taiga con sus dos hijos. El ímpetu para su viaje fue el asesinato del hermano de Karp, quien fue baleado por una patrulla bolchevique en las afueras de su pequeño pueblo, cerca de la ciudad de Kursk, al oeste de Rusia. Los Lykov eran pacifistas estrictos, miembros de los viejos creyentes, una secta ultraortodoxa del cristianismo que se separó de la iglesia rusa en el siglo XVII.

Después de elegir un pedazo de tierra, los Lykov construyeron una cabaña, dieron a luz a otros dos hijos, y vivieron una vida que haría que La pequeña casa en la pradera parezca un día soleado en la playa. Usaban un telar, el cual habían arrastrado durante cientos de kilómetros, para hacer ropa y sobrevivían a base de papas y hongos silvestres. En 1961, después de casi tres décadas en el bosque, una tormenta de nieve arrasó con sus cultivos. Sobrevivieron comiendo corteza de árboles y sus zapatos; Akulina decidió morir de hambre con tal de que sus hijos tuvieran qué comer.

Tras la muerte de Akulina, la familia continuó viviendo en aislamiento hasta 1978, cuando un grupo de geólogos (quienes exploraban la zona en busca de yacimientos de petróleo) se toparon con su asentamiento. Durante los siguientes años, los rumores de que una familia vivía en medio de la nada comenzaron a extenderse por todo Rusia, y se convirtieron en una especie de héroes del pueblo. Gran parte de la atención que recibieron fue gracias a Vasily Peskov, un periodista ruso que escribió varios artículos sobre la familia, así como un libro titulado, Perdidos en la taiga, que se convirtió en un bestseller en Rusia, pero que fue un fracaso rotundo en los mercados angloparlantes (la última vez que lo buscamos, el libro había sido descontinuado y las copias usadas en Amazon se vendían por 900 dólares). Uno por uno, cada uno de los miembros de la familia murió. Algunos especulan que gérmenes que traían los geólogos pudieron haber afectado el sistema inmunológico de los Lykov; otros creen que fueron muertes naturales. Como haya sido, Karp falleció en 1988, después de haber visto morir a todos sus hijos, excepto a Agafia, su hija más joven. Agafia lo enterró en las montañas con la ayuda de algunos de los geólogos que se habían convertido en amigos de la familia.

Publicidad

Mientras mi equipo de filmación y yo nos preparábamos para nuestro viaje para grabar un documental sobre la última Lykov, casi tuvimos que abandonar el proyecto cuando la revista Smithsonian publicó un artículo escrito a partir de materiales de archivo, que terminaba con declaraciones de Agafia, cuando tenía 45 años, explicando su decisión de continuar su vida solitaria en la taiga siberiana. Pero eso fue hace 25 años, y el autor no tuvo o los recursos o la fuerza para viajar a la taiga para ver cómo trataba la vida a Agafia a sus 69 años. Así que fuimos a buscarla.

En febrero, volamos a Siberia para encontrar a Agafia y actualizar al mundo sobre su vida. Vive a más de 250 kilómetros de la civilización, y para llegar a su casa hay que navegar primero a través de un laberinto de burocracia para recibir un permiso del gobierno de Vladimir Putin (y eso incluye pasar por varios guardabosques que extrañamente se adjudican poder sobre la taiga). Según nos dijeron, en el verano era posible llegar a su casa haciendo un viaje de siete días en canoa. En invierno, la única forma de llegar hasta ella era en helicóptero. Al tomar en cuenta las dificultades de su vida diaria, nos pareció apropiado visitarla durante la época más difícil del año.

uando llegamos, Agafia nos esperaba frente a su cabaña como una dulce abuelita que aguarda la llegada de sus nietos. La reserva natural en la que vive fue nombrada Territorio Lykov en honor a su familia, y su cabaña se encuentra en la cima de un risco junto al río Erinat. Para ser una mujer de casi 70 años que en su momento tuvo que comer zapatos para sobrevivir, me sorprendió con su apariencia tan saludable. Su propiedad incluía varias cabañas y algunas construcciones pequeñas para guardar cabras, pollos, suministros y comida, así como un jardín en la colina detrás del edificio principal (el jardín estaba cubierto de nieve durante nuestra visita, y permanece así durante buena parte del invierno siberiano). A lo largo de los años, con ayuda de amigos y admiradores, amplió su propiedad más allá de esa choza de una sola habitación en la que vivía toda su familia. Docenas de gatos recorren libremente el lugar.

Publicidad

Después de entregarle una cabra y un pollo que llevamos como regalo, entrevistamos a Agafia en una pequeña mesa junto a la orilla del río. Le pregunté qué había pasado desde la muerte de su padre hace casi 20 años. “Cuando murió”, me dijo, “ya no tenía nadie que me ayudara o con quién contar. Cortaba leña yo sola”. Igual que muchos ancianos en Rusia, Agafia recibe un subsidio del gobierno, pero sigue siendo prácticamente autosuficiente: cocina, busca comida y pesca ella sola. Nos contó que los estragos de la vida diaria en la taiga son cada vez más difíciles con la edad.

“No es fácil cortar paja y cuidar de mi cabras”, nos dijo Agafia antes de explicarnos que ahora tiene una escopeta para defenderse de la fauna silvestre. “El verano pasado, llegó un oso y destruyó muchas cosas mientras yo me escondía dentro de la casa. Tomó uno de mis sacos de harina y pisó mis zanahorias. Cavé un agujero y el oso quedó atrapado en él”.

Sin embargo, Agafia no está del todo sola. Tiene un vecino llamado Yerofei Sedoy. En un principio llegó en busca de petróleo y vivía a unos 16 kilómetros de Agafia, con otros geólogos de su compañía. Eventualmente, lo despidieron de su trabajo por razones que no quiso compartir con nosotros. Después regresó a la gran ciudad, donde terminó con gangrena y perdió la pierna. Cuando un doctor le dijo que regresar a las aguas limpias de la taiga podría mejorar su salud, se instaló colina debajo de Agafia, junto al río, donde ha vivido durante los últimos 16 años.

Publicidad

Yerofei me dijo que fue a la taiga porque quería ayudar a Agafia, quien llevaba años sola. Al ver su pata de palo, era difícil creer sus motivaciones. Agafia cuenta otra historia: “Al principio me ayudaba con las cabras. Cortaba leña. Ahora ya no lo hace. He tenido que ayudar a Yerofei con leña durante dos inviernos seguidos. Ni siquiera puede conseguir madera para el invierno. ¿Cómo va a ayudarme? Llevo 16 años ayudándolo yo a él. Planto papas para él. Le doy leña. Dieciséis años y depende de mí por completo. Yerofei es un estorbo. Nadie lo necesita. No ayuda.”

Un día, mientras entrevistaba a Agafia, surgió otro aspecto extraño de su relación con Yerofei. “Hubo dos accidentes graves”, me dijo. “Quién sabe qué tenía en la cabeza… Cometió un pecado tras otro. Me amenazó”. Agafia se negó a dar más detalles. Yerofei también se negó a comentar. Era difícil saber si estas ominosas pero inescrutables historias de Agafia hacían referencia a algo de vida o muerte, o si eran el resultado de dos ancianos que enloquecen por vivir aislados. Como haya sido, Agafia y Yerofei todavía se reúnen en su casa para escuchar la radio. Éste es su único contacto regular que tienen con el mundo exterior. “Escucho las noticias sobre crímenes y explosiones”, me dijo Agafia. “Es aterrador. ¿Qué le pasa a esta gente que hace explosiones suicidas en público?”

A pesar de que tiene pocas pertenencias en el mundo material, Agafia tiene una fe muy fuerte. Igual que su familia y su tío (el que murió a manos de los comunistas en 1936) Agafia es una antigua creyente. Aprendió a leer con la Biblia y todavía reza cada mañana. De vez en cuando lee periódicos de los viejos creyentes, dependiendo de qué cuántos le traigan las visitas que recibe esporádicamente.

Publicidad

Una de las ideas más peculiares que ha tomado de estos periódicos es que los códigos de barras son marcas del demonio. “Es el sello del anticristo”, me dijo. “La gente me trae costales de semillas con códigos de barras. Saco las semillas y quemo el costal de inmediato antes de plantarlas. El sello del anticristo traerá el fin del mundo”, me dijo. “Dios no salvará a todos”.

Lo único que Agafia odia casi tanto como los códigos de barras, son las ciudades, con las cuales, por extraño que parezca, está bien familiarizada. A principios de los ochenta, cuando los artículos de Vasily Peskov sobre los Lykov transformaron a la familia en un fenómeno nacional, Agafia recibió una invitación del gobierno soviético para viajar por el país por primera vez. Muy al pesar de su padre, ella aceptó la oferta y pasó un mes viajando por el país en helicóptero, tren, avión y auto. Vio cosas nuevas como vacas, caballos, tiendas, ciudades y dinero, y más tarde regresó con su padre —quien murió al poco tiempo después— para intentar explicarle el desastre de Chernóbil.

Desde entonces, a pesar de la presión de las autoridades rusas a lo largo de los años para reubicarla en una ciudad o pueblo, sólo ha salido de casa cinco veces; principalmente para visitar a familiares que nunca había conocido y para recibir tratamiento médico. Nos dijo que tomar cualquier cosa que no fuera el agua de su amado río Erinat le hacía mal, y que el aire de la ciudad la enfermaba también.

Publicidad

“Es aterrador allá afuera” dijo Agafia. “No puedes respirar. Hay autos por todos lados. Cada auto que pasa deja tantas toxinas en el aire. No hay otra opción más que quedarse en casa”.

Busca muy pronto, Far Out: La vida de Agafia en la taiga, en VICE.com y lee nuestra Edición de los humillados y ofendidos.