Ilustración por @lenny_maya

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Ficciones del Big Sur

Tu segunda en la batalla

"No vayas, se dice, no vayas. Pero no hay nadie para frenarla y vuelve al pueblo. Se le caen los billetes cuando intenta pagar el peaje; tiene que bajarse del auto y tantear el asfalto hirviendo".

Presentamos #BigSur, una serie de literatura argentina joven en VICE. Hoy puedes leer "Tu segunda batalla" escrito por Martín Felipe Castagnet

Artículo publicado por VICE Argentina

La historia comienza así: una chica sueña con un amigo de la infancia y un número de teléfono. No recuerda haberlo memorizado, pero la impresión es tan vívida que lo llama igual. La mujer que atiende le dice que ese chico ya no vive ahí, pero que recibieron un paquete a su nombre. ¿Por qué no lo venís a buscar? Mejor en tus manos, le dicen, quizás vos retomes el contacto. Así que Gracia vuelve a su pueblo natal, después de casi seis meses, en busca de un paquete que no es para ella.

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Le sorprende haberse acordado del número con tanta precisión. Ni siquiera era amiga de Feliciano, piensa recién después de colgar el teléfono, después de vestirse, mientras se lava los dientes. Le gustaría que estuviera su hermano para preguntarle qué hacer, pero está en la costa disfrutando el verano con amigos. Todavía estoy a tiempo de arrepentirme, se dice con las llaves del auto en la mano, sin esperar a desayunar.

Feliciano gustaba de ella; la llamaba y cortaba. Pero su familia tenía identificador de llamadas y Gracia sabía de quién se trataba. Al comienzo lo tomó como un misterio incómodo pero fascinante; luego se cansó. Un día le dijo ¿Feliciano? y del otro lado escuchó un ruido como de sorpresa y de risa. Nunca más la volvió a llamar, pero ella notó cómo la seguía mirando en clase. No se logra acordar qué pasó después, sólo que los padres de Feliciano habían muerto en un accidente de auto; todo lo demás le resulta borroso. Por entonces estaba interesada en otros problemas: le atraían los chicos y las chicas; sus papás se estaban divorciando; tenía el pelo graso, los dientes torcidos y un problema cutáneo que explotaba en su cara mes de por medio; no le quedaba demasiado lugar para la lástima.

Papá se va a poner contento, piensa mientras espera su turno en el peaje: les regaló un auto usado para que vayan más seguido a visitarlo, pero Gracia casi nunca tiene tiempo de hacerlo. Es sábado por la mañana y ese fin de semana, casi misteriosamente, no tiene nada qué hacer. La noche anterior salió a bailar con sus amigas para animarse un poco, y ahora en vez de resaca se siente fresca, despiertísima, como si se hubiera duchado con agua bendita.

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Entre el auto y la nueva autopista el viaje le resulta más corto de lo que esperaba, y pronto se encuentra frente a la antigua casa de Feliciano. Al costado de la casa, junto a la medianera, un paragolpes oxidado. Los padres de su amigo (su excompañero, en realidad) habían muerto durante las vacaciones antes del último año de colegio. El auto se fue para la banquina, intentó frenar con una rueda en el aire y se dio vuelta. El padre falleció de inmediato, pero la madre se había desangrado, según reconstruyeron los peritos. Había escuchado (se lo había contado su mejor amiga, la usina de chismes del curso) que Feliciano siguió viviendo solo en esa casa.

El que atiende el timbre es un hombre anteojudo de unos 50 años.

―Me avisó mi mujer, sí. A tu amigo sólo lo vi el día que firmamos la compraventa. De esto hará un año y monedas. Dos o tres meses después llegó el paquete. Esperaba dárselo a la inmobiliaria… pero ahora todo se paga por Internet.

La mira de arriba abajo. Gracia lo mira también, pero en busca del paquete. Si me dice que tengo que entrar a buscarlo, decide, me voy corriendo al auto.

―Acá vivió alguien importante ―le dice el tipo―. ¿A qué se dedicaba el papá de tu amigo?

―Tenía una fiambrería ―inventa Gracia; tuvo el súbito impulso de no decirle la verdad, por inofensiva que fuese: antes de morir, el padre de Feliciano había sido el dueño de una estación de servicio, que supuestamente se había fundido cuando ellos estaban en la secundaria. Una sola vez había estado en esa casa, porque la maestra de sexto grado los había puesto en grupo; primero se habían juntado en lo de Gracia, tan asustado que le pedía permiso a la mamá de ella para ir al baño, y finalmente tocó en casa de él. Esa vez Gracia entró husmeando en busca del olor a nafta que tanto amaba, sin éxito; esta vez, al menos desde la puerta, tampoco olía nada.

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―Somos astrólogos. Este pueblo es un vórtice muy fuerte. ¿Querés que te hagamos unas mediciones de aura? También vendemos objetos de poder. ¿Vos sos de este pueblo, nena? ¿Alguna vez sentiste algo extraño?

Los domingos íbamos a un parador rutero porque era el único lugar del pueblo que tenía pelotero, piensa ella, ¿y ustedes se mudaron a este pueblo de mierda? Vivo sola desde hace más de tres años, señor asqueroso. Estudio para ser terapeuta y que las personas tengan mejores herramientas que la pseudomagia. Pero no le dice eso.

―La verdad que no, perdón.

El hombre sonríe un poco, como si se hubiera terminado el juego.

―También alejamos plagas. ¿Tu mamá no tendrá cucarachas en la casa, no?

La esposa se asoma por encima del hombro.

―El cartero lo tiró al patio, no nos preguntó ni nos hizo firmar. Creo que ni siquiera nos tocó timbre. Se lo dije cuando volvió, pero no lo quiso aceptar. Mejor que te lo lleves vos, quién sabe qué tiene.

El marido se echa a un lado y la mujer le entrega a Gracia un paquete recubierto por entero de cinta de embalar, abollado, con varias etiquetas. No reconoce al remitente. Les agradece, aunque no está muy segura por qué, y justo antes de irse le pregunta al hombre cómo se llamaba la inmobiliaria que tramitó la venta. Saca el celular para anotar el nombre, pero es el mismo apellido que la directora del colegio: así se sentía vivir en el pueblo, piensa.

Ya en el auto googlea el teléfono de la inmobiliaria. No me van a atender un sábado al mediodía, piensa, justo cuando entra la llamada. Hoy es mi día de suerte, se dice, o todo lo contrario. Le dicen que ya no están en contacto con Feliciano, pero que tienen un número de celular para pasarle.

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Almuerza en lo del padre, que le preparó sus famosas milanesas caseras. Trabaja en su casa, ya muy cerca de jubilarse. Está contentísimo de verla mucho mejor: la próxima te preparo flan casero con crema y muchísimo caramelo, le dice a Gracia, cuando estés mejor de los dientes. Ella cada tanto prueba el teléfono: después de mucho dudarlo, finalmente se decidió a llamar a Feliciano, pero siempre da apagado. Ahora que no le atiende le da bronca y lo llama cada vez más seguido.

―¿Qué le puedo poner? ¿Soñé con tu teléfono? ¿Pasé a buscar un paquete que en realidad era para vos?

Finalmente le envía un mensaje que dice más o menos así: «Hola Feliciano, soy Gracia, del secundario. ¿Me respondés cuando puedas? Tengo algo para vos». Se queda en una única tilde: en envío permanente, sin llegar a destino. Hasta que su papá la rescata:

―No tenés forma de contactar a tu amigo, pero sí al que le envió el paquete.

―Según la dirección vive en Barcelona, papá. Demasiado lejos.

―¿Y no está en Facebook?

¡Genio! Sí que está, pero tiene el perfil cerrado. Se llama Giorgio: debe ser italiano. Le manda una solicitud de amistad. Se echa a dormir la siesta con su papá, para que afloje un poco el calor, y cuando se despierta chequea de inmediato las notificaciones: todavía no la acepta. Deja durmiendo al padre en la antigua cama matrimonial. Le manda un mensaje directo a Giorgio explicando la situación. Directo al correo no deseado, piensa.

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Al volver a la capital se detiene en el parador rutero para comprar una botella de agua. El pelotero sigue ahí. Cuando se sube le agarra una duda repentina, furiosa, como un dolor de panza. ¿Feliciano estaba en el auto cuando los padres chocaron?

Llega a su departamento, vacío, sin novedad de su excompañero, ni de Giorgio, ni siquiera de su propio hermano. Cuando finalmente le llega mensaje es de su papá, preguntándole si llegó bien. Sí, papá, e intenta abrir el paquete. No, si lo abro no me da la cara para dárselo. La cinta de embalar se resiste a sus garras. ¿Y si adentro del paquete tiene la dirección nueva? Va a la cocina y busca un cuchillo serrucho. En ese caso, se lo habría mandado a la nueva dirección. Lo clava y desgarra el envoltorio. Ok, no me queda otra opción.

Adentro hay una caja. La abre: tiene ropa, un libro de esoterismo, un celular. Quiere prenderlo y no puede. Busca un cargador de celular, el suyo no sirve (pero sí uno que había sido de su hermano, aunque tiene que meterse en su pieza para encontrarlo). Lo deja cargando y mientras tanto se va a darse otra ducha, fría, casi helada. Al salir logra encender el teléfono. De inmediato suena: número desconocido. No, es su propio número. Es su mensaje el que acaba de llegar: «Hola Feliciano, soy Gracia, del secundario», etcétera. En la agenda hay un único contacto: MAMÁ.

Vuelve a su celular: ahora el mensaje figura como leído. Y otra notificación: Giorgio la aceptó como contacto. De hecho, le está escribiendo en este mismo instante. Gracia revisa rápidamente su perfil: también es astrólogo. En dónde me metí, piensa y entonces lee el mensaje.

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«Feliciano está muerto. Vivía conmigo en Barcelona. Era mi pareja y mi compañero de trabajo. Me pidió que, si se moría, mandara sus cosas a esa dirección. No sé cómo supo que se iba a morir. Fue un accidente de auto, totalmente impredecible. No quiero hablar más de esto, ya me costó más de lo que podrías imaginar. Saludos y lamento la molestia».

Se abriga en la toalla, como si efectivamente se hubiera duchado en un témpano.

«Una sola pregunta más, por favor. ¿Alguna vez te habló de mí?».

El chico hace una pausa.

«Siempre decía: Gracia es mi segunda en la batalla. Ella siempre me da fuerzas, eso es lo que decía. Incluso había pensado en escribirte por acá, pero no tuve la fuerza».

En la otra mano le vibra el otro celular, el modelo viejo, el de Feliciano. En la pantalla dice MAMÁ. Giorgio ya no contesta. Levanta la tapa y entra otro mensaje de MAMÁ.

El primer mensaje dice: «Hola hijito, al fin te conectás».

El segundo mensaje dice: «Necesito que vayas a casa».

Gracia escribe, borra y responde: «Ya estuve en casa».

«Es que no ves que es URGENTE ya sé que no querés ayudarnos más pero seguís siendo nuestro HIJO y vas a seguir siéndolo siempre pase lo que pase así que ahora agarrá tus cosas y volvé a tu CASA que te estamos esperando adentro del auto está tu PODER y aceptarlo de vuelta bastaría para enmendar TODO te lo juro por todos los santos del CIELO».

Los mensajes siguen hasta que Gracia desconecta el cargador de un tirón. El celular vuelve a apagarse, pero sigue caliente durante un buen rato.

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No vayas, se dice, no vayas. Pero no hay nadie para frenarla y vuelve al pueblo. Se le caen los billetes cuando intenta pagar el peaje; tiene que bajarse del auto y tantear el asfalto hirviendo. Va directo a la casa de los astrólogos. Toca timbre; nadie le responde, así que toca bocina. Se asoma el hombre, con la cara transfigurada.

―Pero qué te pasa, son más de las once de la noche…

―Tengo que buscar algo.

―No, no. Volvé mañana. O no vuelvas, mejor.

El tipo me tiene miedo, piensa Gracia, ya está. Date vuelta, volvé al auto, andá a casa, papá siempre te espera, te va a hacer un flan casero, lo van a comer a la madrugada. Pero en vez de eso dice:

―Está en el patio. No perdemos nada si nos fijamos.

Por entre las sombras, por encima del hombro, aparece la mujer.

―Esto es importante ―le dice al marido―. Es lo que estábamos esperando.

El tipo abre la puerta.

Pasan los tres al patio.

―Yo sabía que era esta la casa, te lo dije, una mujer siempre sabe.

―¿Será ella?

―Es y no es. ¿No lo sentís? Es hermoso. Es lo que buscamos toda la vida.

Gracia se queda atrás en cuanto siente el olor a nafta. Milanesas fritas, piensa, flan casero con crema y salsa de caramelo.

―¿Dónde? ―ordena la esposa, los ojos llenos de lágrimas.

Ella señala el auto oxidado, golpeado. El hombre escarba debajo de los asientos hasta encontrar una mochila de colegio. Adentro va a haber una calavera, se anticipa Gracia, pero no va a tener forma humana, delira, va a ser mitad animal y cuando la mire… El hombre abre la mochila.

No es una calavera, pero se le parece. Primero un par de carpetas escolares, que el tipo examina con atención. Una cartuchera llena de virutas y polvo. Y en el fondo, debajo, una ortodoncia, ¡mi ortodoncia de cuando era chica!, piensa Gracia, con una náusea repentina, feliz sin saber por qué, tocándose los dientes torcidos con la lengua, como si fueran una llaga todavía abierta.

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