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Cultură

Este artista decidió "vivir" en los restos del Ferrocarril de Antioquia

Hablamos con Harold Ortiz Sandoval, para que nos explique lo que significa resucitar un grupo de ruinas abandonadas en el siglo XX.

Todas las fotos por Oliver Ehmig. Cortesía de Harold Ortiz Sandoval.

De las cien hectáreas que componen los antiguos talleres del Ferrocarril de Antioquia, en Bello, quedó un escenario de escombros regados, habitado por diferentes criaturas que interactúan a su manera con el lugar: unos vándalos que se hacen llamar ‘Los Gatos’  y roban tejas, acero, tornillos y la chatarra que esté por ahí; un par de bandas de hardcore y metal que, eventualmente, van a grabar videos musicales y queman banderas; a veces, mujeres semidesnudas que posan para catálogos de Leonisa y Bésame; un grupo de residentes aledaños que ni siquiera vivieron en los años dorados del tren; geeks del cosplay, y vacas y toros que de vez en cuando se mezclan con los demás habitantes.

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El último inquilino en pasar por estas ruinas es un tipo de barba que no se sabe muy bien si es turco, árabe o una especie de ermitaño que se pasa los días moviendo objetos y echándole ácido a láminas de acero. Este hombre, como los creadores de los famosos relojes de bolsillo Ferrocarril de Antioquia, le apostó hace poco más de un año a fusionar el tiempo y el lugar, dándole vida al proyecto TIME BAG.

Durante un año, Harold Ortiz Sandoval, pasó tanto tiempo de su vida en este escenario, que incluso él mismo dice que lo habitó "artísticamente". En los antiguos talleres, "un espacio cargado de drama y donde cada quien lleva su propio drama", Harold creó un espacio de otros tiempos, consumido por la naturaleza y reactivado por el arte. Dentro del anacronismo de la situación, la idea es un poco salida de las casillas: unas piezas metálicas (jugando a ser arte), intervenidas químicamente, ubicadas de manera que se transformen con el ambiente (el sol, la humedad, el agua),  para que lo que veas un día, sea completamente diferente al siguiente.

Ni turco ni árabe, caleño. Hablé con Harold Ortiz Sandoval sobre las historias de este y la experiencia de estar metido más de 12 meses en una bodega abandonada. Su obra será expuesta de forma gratuita en los antiguos talleres del Ferrocarril de Antioquia hasta el 27 de julio.

Harold, ¿por qué hacer la obra cerca a Medellín?

Ahí viví algún tiempo. Cuando regresé estaba buscando espacios que tuvieran relación con el tiempo, cargados de objetos industriales. Encontré los antiguos talleres del Ferrocarril de Antioquia donde hay demasiado contenido…demasiado para contar en relación con la región, con su contexto histórico; historias de espacio y tiempo.

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Dices que es un lugar con demasiado contenido, demasiadas historias, cuéntame alguna…

El desarrollo histórico del Ferrocarril en sí es fascinante. Se construyó a finales de 1800, con muchísimos muertos de por medio. Ganó protagonismo con una gran oportunidad: la Guerra de los Mil Días. Los ferrocarriles del país fueron el primer blanco de ataque y,  Antioquia, por estar dentro de una zona montañosa, salió bien librada. La región no era la más rica en ganado, ni en tierra. Pero tenían emprendedores que se dieron cuenta de que con las vías podían traer los textiles de Santander, importar el café a la costa, y disparar la economía. Cuando Panamá se separó de Colombia la plata de la indemnización no se invirtió en los ferrocarriles porque la gente en el país ya se había acostumbrado a vivir sin ellos. El Ferrocarril de Antioquia fue vendido al transporte público urbano y tras los cambios de administración, poco a poco fue  decayendo. Ese ferrocarril que empezó cien años atrás y que fue el auge de la economía antioqueña, ahora no es más que un montón de bodegas abandonadas.

¿Cómo fue eso de “vivir” en un lugar abandonado?

No es que tenga mi cama con colchón y todo acá. A veces amanezco, exploro y la mayoría del tiempo estoy camellando. Lo habito. Encontré los aceros y a partir de esos objetos en abandono construí el concepto y su relación con el espacio; el uso y el desuso de las cosas. Me empapé de la comunidad, me adapté a los espacios, conocí a las personas y los objetos a su alrededor, y con base en todo eso formé narrativas.

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¿Cómo se relaciona la comunidad con el Ferrocarril de Antioquia?

De las personas de la región percibí una violencia de olvido, un abandono conciente. Viven en nostalgia pero no existe el deseo de apropiación. Reemplazaron el tren por el metro. La gente que vive cerca recuerda los años de su decadencia entonces lo convirtieron en pasado y lo guardaron en un cajón. Hay una resignación colectiva frente al abandono del ferrocarril así que el verme metido todo el tiempo ahí les resultaba como curioso.

¿Cómo te percibían?

Al principio, la gente no entendía qué hacía un tipo metido día y noche en una bodega de mil metros. Empezaron los rumores sobre mí, que era un artista gringo que venía a montar un museo, o un turco que quería comprar los predios. En una ocasión llegó una persona a preguntarme que si yo explicaba el tren. Claro, me la pasaba con un delantal y guantes de soldador, de barba y bigote. Como el sitio está en abandono, todo dentro de él es enigmático.

¿Qué sentías estando allá?

Todos los días eran diferentes. Las personas en el lugar aparecían y desaparecían mágicamente y los objetos rotaban de lugar sin darme cuenta. Cada vez que yo llegaba, el mueble que había movido aparecía en otra parte. Este lugar siempre me produce más preguntas respecto al abandono, nuestra relación con el material, si nos preocupamos por entender lo que le está pasando. Es un espacio que está en decadencia, pero dentro de él se desarrollan ritmos de vida diferentes.

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Entonces, parte del resultado es un arte independiente de ti.

Claro, yo escuchaba a los materiales, sus narrativas y sus formas de transformarse con la naturaleza. Después yo llegaba y alteraba par cosas. A veces llevaba láminas oxidadas pero ellas mismas empezaban a ser parte del especio.

La pregunta de siempre: ¿Cuál es la técnica que utilizaste en tu obra?

Construyo de manera pictórica sobre láminas de acero, haciendo oxidaciones controladas. Digamos que hice la cosa al revés: primero estudié los materiales, los entendí para saber qué me contaban y, a partir de ellos, creé la idea. Por ejemplo, como nosotros no entendemos qué es lo que pasa con este material, creemos que cuando se oxida es que se está degradando, pero no, cuando lo hace es porque está volviendo a su estado natural.

¿Entonces esos rojos y azules que se ven no tienen pintura? ¿Son puro efecto de la oxidación?

Nada. Todos son ácidos. Yo pongo ácidos y el mismo acero se adapta; reacciona protegiéndose. Entre los dos construimos. La gente me pregunta angustiada que si no voy a detener el proceso de oxidación, pero eso me gusta más, que el material siga su proceso. Las personas buscan ese elixir de la eterna juventud en todo, y a mí no me interesa.

Tal vez esto, que alguna vez dijiste, pueda resumir todo: “Intentamos hacer nuestras vida una pieza maestra clásica, pero solo somos criaturas de la realidad”.

Hace un tiempo, estaba estudiando en Nueva York en una escuela de arte extraordinaria pero demasiado académica y estricta. Todo lo pensaban en términos de técnicas pictóricas clásicas, tocaba “hacer arte”, no pensarlo. Me di cuenta que las personas, a pesar de tener las herramientas,  no saben qué decir porque han dejado de conversar con el mundo. Entendí que hay que dejarnos de proyectar como una gran obra de arte, porque en el fondo somos nosotros mismos con temores e incertidumbres.

Natalia anda feliz  por estos días porque descubrió que su nombre aparece en Google. Por Twitter la consiguen como @Natalia9177