Sentarse a escribir

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Materia Prima

Sentarse a escribir

La poeta de Manizales, Fátima Velez, se estrena en VICE Colombia con su columna "Materia Prima". En esta primera entrada, hace una reflexión acerca de la dificultades que enfrenta a la hora de ejercer su oficio.

Todas las fotos son de Daniel Santiago Salguero.

Tengo esta impresión: la misma fuerza que hace a las cosas pasar de la inexistencia a la existencia, de la quietud al movimiento, es la que saca a mi cuerpo de su sueño y horizontalidad y lo sienta y lo aquieta frente a un computador. La intención es escribir, a pesar de una ola de calor que debilita la médula de lo posible. Surge la imagen de un fémur de vaca derritiéndose. Así es la densidad de esta atmósfera: nunca un aire acondicionado había sido tan deseado ni un cuarto propio tan urgente. Mi casa va a estallar de visitantes, como pasa durante el verano cuando se vive en Nueva York.

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Mis hijos están en vacaciones y sólo quieren ir a la playa. Todos duermen y no sé cómo ni de dónde recojo el impulso necesario atravesando la espesura del calor y el desorden y los granos de arena que nadie barre y estarán pegados a mis pies todo el día. No pensé que yo también podía ser ese tipo de personas que le da un uso productivo a sus mañanas, por lo menos a una de sus mañanas en su vida. Mis amigos escritores lo hacen, o dicen que lo hacen, sobre todo los que son padres. Algunos dicen que se levantan a las tres y media. A mí me parece increíble y aun así aquí estoy, no a las tres y media, pero sí a las seis, imitando a esos que dicen madrugar para escribir porque cuándo más.

Este acto tan simple de madrugar para sentarme a escribir me hace sentir heroica, me hace sentir enlazada a otros a quienes admiro porque han logrado sortear verdaderos obstáculos y escribir con el mundo en contra, sin papel, sin fuerza, sin dinero, a veces con sólo un mínimo de aliento vital. Surgen imágenes de escritura en las paredes de las cárceles; estrategias de creación en tiempos de dictadura; luchas contra enfermedades físicas y mentales. Pienso en el trabajo de escritoras y escritores como Marina Tsvetáyeba, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Reynaldo Arenas. Incluso en Roberto Bolaño en sus últimas escribiendo 2666: cuando el donante de hígado se hacía cada vez más improbable, la escritura se reafirmaba, había que darle si bien no un final, un punto final a esa novela, y tal vez por eso la escritura de 2666 está impregnada de una carrera contra la muerte. Se puede pensar la cosa de otro modo digamos que menos serio: el mito de J.K Rowling escribiendo Harry Potter en una cafetería con su bebé de meses en un coche, apostándole a esa escritura como un recurso de supervivencia, invirtiendo todo el tiempo y la energía ahí, como sólo lo puede hacer alguien que tiene la certeza de que lo que está haciendo le salvará la vida.

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Tal vez en todo acto de escritura yace una fuerza por sobrevivir, y esta fuerza hace que pese a toda adversidad, o mejor aún, gracias a la adversidad, se escriba. ¿Será que esta afirmación está apuntando a que la literatura es un acto extremo de la voluntad que se hace necesaria y posible únicamente bajo la influencia de la incomodidad, la precariedad, la crisis, el bordecito filudo? Si no es así, cómo se explica que a veces, por ejemplo, uno tenga todo el tiempo, toda la energía, toda la disposición, sin preocupaciones, y aún así no escribe. Uno dice que quiere ser escritor y no escribe. La tarde libre y no escribe. La mañana libre y ya se está por el quinto periódico en línea (eso porque por suerte no se está en ninguna red social, o si no, qué sería de mí) y a punto de ver la primera temporada de una serie y ya vuelven los niños del colegio y otra vez sin haber hecho nada. Esa relación ambigua entre tiempo y escritura. Será por eso que algunos afirman que la mejor manera de escribir es no teniendo tiempo para escribir, o que lo mejor es imponerse la convicción de que se morirá mañana, como si fuera esta noche la última vez, o, como Scheherezada: o la historia se cuenta y seduce o se pierde la vida.

(Reviso mis cuadernos. Uno viejo, de hace como cinco años, dice solemne: "la escritura es mi dios". Una vez, yendo de Armenia a Bogotá, la mochila en la que llevaba ese cuaderno, mi celular y mi billetera se salió del baúl en plena Línea. Un campesino la encontró y logró contactarme. Quedamos en que alguien la recogería y le daría una recompensa. Por esos días un tío iba para Bogotá y rescató mis cosas. Todo estaba ahí. Los cuarenta mil pesos. Mis papeles. Mi celular con todos sus contactos. Pero cuando abrí el cuaderno estaba lleno de letreros en rojo que decían en mayúscula remarcada con ganas "RIDÍCULO". RIDÍCULO. Debajo de "La escritura es mi dios" un letrero en rojo: RIDÍCULO. No escribo todos los días. Me gusta no creerle a los escritores que dicen escribir todos los días. No les creo porque me da envidia, la mayoría tal vez diga la verdad. Y me pregunto, cómo puede la escritura ser mi dios, o debería decir mi diosa, si no me entrego a ella todos los días. Y sin embargo, la devoción existe. Todo en mí al acecho de provocarla. Al acecho de personas deplorables como seres humanos, pero que como personajes literarios están buenísimos. Al acecho de traumas de infancia de mis amigos, incluso, de los desconocidos que me los cuentan, pues algo en mí suscita ese tipo de confianza. Al acecho de momentos donde se mezclan sordidez y belleza. De las historias de la gente del campo, casi siempre con un incidente violento y sobrenatural. Absorbo al máximo las conversaciones, que por momentos he tenido el impulso y la costumbre de grabar y que después de un incidente traumático aprendí a pedir permiso antes de hacerlo; conversaciones grabadas que necesitaría como cuatro vidas para transcribir, pero que voy transcribiendo poco a poco porque me gusta sentir que escribo. Que transcribir es escribir. Ojalá fuera así. Dicen que Hunther S. Thompson transcribió a máquina The great Gatsby y Farewell to the arms para sentir y supongo que absorber el estilo de esas novelas que le gustaban tanto. Mientras transcribo mis grabaciones me da la impresión de que estoy aprehendiendo momentos climáticos, que pasan de ser parte de una cotidianidad aburrida a convertirse en material literario, pero después, al leer lo que acabo de transcribir, lo que en su momento fue la conversación más sobrecogedora, divertida, ágil, se convierte en un diálogo tedioso que, en bruto, no despierta ningún interés, se convierte en algo más cotidiano que lo cotidiano. Resaltar este tedio era precisamente lo que buscaba Andy Warhol en A Novel (1968), una novela que es la transcripción de dos años de conversación con el artista Ondine, transcripción sin ningún tipo de edición y con errores de tipografía, que por su dimensión y ambición y alcance da como resultado una ilegibilidad que convierte a A Novel en un objeto artístico más que en una obra literaria. Otro caso, y más cercano, de transcripción que da para ahondar en la reflexión sobre la toma literal de las conversaciones como materia literaria y artística ––sin mucha acción más que la de lo cotidiano de un recorrido corto y banal––, es el proyecto de la escritora, artista y curadora colombiana Érika Flórez, como parte del Salón Nacional de Artistas de Medellín del 2013. Mientras manejaba su combi blanca grababa las conversaciones de los artistas que transportaba del Museo de Arte Moderno al Museo de Antioquia y hacia otros lugares de exhibición; luego transcribió esas conversaciones y de ahí surgió una novela llamada El blanco móvil. En una entrevista con Mariángela Méndez, a propósito de El blanco móvil, Érika añade otra perspectiva a lo que vengo diciendo: "Muchas de las cosas que hago se basan en conversaciones […] Al oír el registro de las conversaciones veo como un recorrido dibujado, como esquemas (rayas, flechas, puntos, círculos, espirales, líneas que se cruzan y se separan, etc). Con el ejercicio de transcripción me siento, de alguna manera, dibujando. Las buenas conversaciones son una especie de literatura efímera, o una producción de conocimiento que no se registra; de pronto cometo el error de registrar algo cuyo encanto está en su volatilidad").

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Uno dice que quiere ser escritor y no escribe. La tarde libre y no escribe. La mañana libre y ya se está por el quinto periódico en línea (eso porque por suerte no se está en ninguna red social, o si no, qué sería de mí) y a punto de ver la primera temporada de una serie y ya vuelven los niños del colegio y otra vez sin haber hecho nada".

Tal vez porque no estoy al borde de la muerte, ni me están persiguiendo por la perversidad o inmoralidad o peligrosidad de mis escritos, tal vez porque la escritura es mi diosa pero es una diosa ridícula y ruborizada como esta afirmación, no hay nada que me maraville más que la voluntad de sentarse a escribir; imagino una alegoría de la voluntad: pura, noble, impecable, disciplinada; una voluntad placentera, sin necesidad de las presiones, ni amenazas, ni carreras contra la muerte, no como esta pobre voluntad determinada por factores externos que tengo que inventar: deadlines, citas con editores, columnas, maestrías de escrituras creativas, talleres, concursos, toda clase de excusas con fechas para escribir. La voluntad debo inventármela porque aunque no escriba todos los días y no sienta que si no escribo me voy a morir, no quisiera ni sé hacer otra cosa que escribir o pensar en la escritura. No sé por qué. No pienso en la escritura como catarsis, ni cosas como si no escribo me muero; en mi caso pensar la escritura por sobrevivir es como pensar que el objetivo del sexo es la reproducción. Y así y todo, no sé qué sería de mí si me prohibieran escribir.

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Escribir es la intención, pero todos los días me enfrento a una lucha entre el deseo de escribir y sentarme a escribir. Sé que no estoy sola en esta sensación y me pregunto por qué cuesta tanto llevar al cuerpo hasta el lugar de trabajo, ponerlo ahí, organizado, listo, y mantener la mente concentrada en lo que se está escribiendo y no procrastinar en internet ni en el celular (me pregunto si esta falta de concentración es un problema de los escritores contemporáneos, si los escritores que escribían a máquina, o que escribían a mano, sin luz eléctrica también procrastinaban, sé que es una pregunta que se nos pasa a muchos por la cabeza). Sucede que la escritura requiere una cierta suspensión de la vida. Sentarse a escribir, la concentración, la introspección, la quietud y el encierro del escritor tal vez sean un impulso de muerte, una necesidad de silenciar el cuerpo. Esto se siente con intensidad cuando se escribe una novela, se tiene la sensación de que ese proyecto necesita todo de uno, necesita aquietar la vida para tomar su propia vida.

La voluntad debo inventármela porque aunque no escriba todos los días y no sienta que si no escribo me voy a morir, no quisiera ni sé hacer otra cosa que escribir o pensar en la escritura".

Por otra parte, el deseo de escribir hace que la vida resulte atractiva y deliciosa; paradójicamente, este deseo da más ganas de "ir a ser salvaje hasta la muerte entre árboles y olvidos", como decía Pessoa, que de aislarse del mundo y sentarse a escribir. Cómo se va a estar encerrado escribiendo y donándole el hígado a una novela si hay un día de sol y playa. Y hay niños pequeños que quieren a su mamá con ellos. Y la mamá piensa que quiere que ellos tengan un recuerdo de su mamá con ellos en la playa. Y la mamá se pregunta por qué el deseo de escribir no es el que escribe. Por qué la fuerza de vivir no es la que escribe. Por qué esta temperatura, pero el viento que da en la cara, pero la transpiración que hace deseable a ese chico, pero los colores de la tarde atrapados en mis gafas de sol, pero las tetas al aire de esa mujer y el color de su piel, cómo es posible, la fuerza de las olas, el arrastre de las olas, por qué todas esas cosas no se escriben solas si ellas son la materia prima de la escritura, por qué necesitan el trabajo del escritor que las entorpece, que rompe esa intensidad de su presente, que anula esa precisión del momento en el que suceden, para tomarlas como masa amorfa e insertarlas en el lenguaje que las banaliza, que habla de ellas pero no con ese brillo, no con la desfachatez de ese chico cantante de ópera que se agarra a trompadas con el conductor del bus, que muy seguramente está borracho. Por qué no un narrador que escriba todo esto por mí. Por qué no se escribe con la misma precisión o facilidad con que la mente produce sueños, por ejemplo. A la mente parece no costarle nada. Uno se duerme y los sueños parecen hacerse solos, espontáneos, perfectos en su incoherencia, en su capacidad de transfigurar y acoplar sin narrativa personajes, lugares, tiempos, objetos, voces, contornos.

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No estoy abogando por lo fácil, por el no trabajo, que no haya malentendidos; pero es inevitable la fantasía de la escritura como combustión espontánea, que no tenga que pasar por el esfuerzo de un cuerpo con calor y sueño y dolor de espalda y dermatitis en las manos que debe sentarse a escribir y concentrar la mente para que la escritura exista. El cuerpo del escritor y el esfuerzo es algo que uno olvida cuando ve todos esos libros en las bibliotecas y librerías, se olvida que detrás de esos volúmenes está la voluntad de alguien que durante un tiempo y un esfuerzo sobre humano decidió dejar de ir a la playa, de tomarse un trago con sus amigos, de hacer el amor, de poner su grano de arena por la paz en un país en guerra. Bajo el influjo de esta reflexión a uno le resulta increíble que existan tantos y tantos libros, todos los días, como si se hicieran solos.

Sentarse a escribir con esa fuerza tan a las patadas que es madrugar y ya la gente va despertándose y hay planes haciéndose y qué bien huele el café, y si se sigue aquí encerrado da la impresión de que se está dejando de hacer parte de algo importante. Pero si uno sigue aquí, pese a todos los planes de afuera, concentrado al fin, se siente que se es alguien con la capacidad de ser absorbido por su trabajo, a pesar de que hay niños pequeños y planes de ir a la playa, qué abnegación, entra entonces una elevación y la cara se calienta y es como una alegría que dan ganas de teclear aunque lo que se diga no tenga mucho sentido. Hacer del acto de sentarse a escribir una experiencia de goce y no de agobio, es en lo que quisiera detenerme; cómo no esperar a que una situación dramática o una fecha de entrega lo conviertan en algo necesario. Hay escritores que hablan de rutinas que les permite escribir un libro al año y hasta vivir de la literatura y dicen que entre mejor están consigo mismos más disfrutan escribir, que no es lo mismo que escribir mejor, pero se dice que lo importante es disfrutar, ¿no? Aunque los escritores saben que esto no es del todo cierto. El placer de la escritura está ligado al placer de producir placer y surge aquí una paradoja: mientras se escribe es mejor tomar distancia de este pensamiento o se puede caer en la condescendencia. Lo de la rutina suena sensato y lógico, en apariencia la única manera de que la escritura pueda pasar de ser un deseo a convertirse en un oficio. Sin embargo, levantarse todos los días a las seis de la mañana, con la voluntad de escribir por el placer de escribir, a ver si es tan fácil y tan lógico como suena.

Se le mete a uno en la cabeza esa idea de la disciplina y la madrugada y la abnegación y el dejar de vivir por escribir. Eso, entre otras cosas, debe ser el legado de tanto taller literario, donde a algunos les gusta alardear de su disciplina y su obsesión y uno se siente mal de no ser así de juicioso y obsesivo y termina volviéndose platónico y separando el deseo de escribir del acto de escribir y olvidándose de que lo importante es encontrar lo que a uno le funcione. En este punto me interesa pensar en la fuerza que hace que algo pase de lo inexistente a lo existente, de la quietud al movimiento, no desde el agobio, sino desde el placer, el placer de la creación, el placer de trabajar en darle forma a algo. Que el deseo de escribir y el sentarse a escribir no constituyan una lucha, sino una entrega. Decía Truman Capote que la escritura "es un látigo que dios me dio". Por mucho tiempo me sentí identificada con esta imagen. Ahora que entro en ella no me complace la textura del látigo ni la escritura como una condena divina, aunque estoy de acuerdo en que hay violencia en el hecho de sólo poder escribir y que aún así cueste tanto trabajo; hay violencia en ese acto de sentarse a escribir e imponerse rutinas que no corresponden con la vida que se tiene. El látigo me lleva a otro punto: el escritor como un masoquista, los masoquistas ante todo gozan. Con látigo en mano, pero hay placer, o, en términos más pacifistas, activación del segundo chakra, el de la creatividad, que es el mismo del placer sexual y tal vez por eso a uno le dan ganas de tener sexo mientras escribe. La idea de sentarse a escribir como un ejercicio físico, corporal, vital, de entrega a ese impulso desquiciado por lograr que algo pase de lo abstracto a la materia, de lo informe a la forma; ese silencio y mudez y torpeza e inconformidad e incomodidad e imposibilidad de correspondencia con la realidad, qué rico, a falta de un narrador que nos narre, qué rico, con todos sus defectos, con todo su dolor y placer, la escritura.