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Charlyfornication

Mi relación más estable es con mi dealer

No existe amor más grande que el de un díler.

A esta columna la atropelló un viaje de ácido. Que inició a las 7AM. Que desembocó en parranda de cocaína. Se le atravesó un viaje hacia Guadalajara por carretera. Cruzó el estado de Michoacán. El corazón del mal del país. Nunca había visto tantos militares en mi vida. Ni siquiera durante los peores momentos de Torreón (la ciudad más violenta del sexenio durante el calderonato). El paisaje lo dominaban convoys y convoys de militares. Kilómetros y kilómetros atascados de soldados. En tanquetas, en camiones. Un panorama que te hace sospechar que algo ocurre. Algo muy gordo. Y que te también te hace sentir que el país se ha partido en dos. No sé que nos depara el futuro. Pero se decidió ayer.

Pero esta columna no se retrasó por lo anterior. Porque no encontraba sobre qué tema escribir. Porque desea dejar algo en el lector. Algo más que un momento de diversión (que ya debería ser suficiente). Algo profundo. Pero no lo consiguió. Y no lo va a conseguir. Sin embargo, experimentó un satori. Me explico: viajé a Guadalajara con motivo de la FIL. Que arranca esta semana. El año anterior había entablado una relación con un díler. Es mujer. Una dulce persona que no a poca gente del mundo editorial nos despidió el año pasado con un "cuídese mucho mijo". Por cosas de drogadictos, guardé su número de teléfono. Con la consciencia de que no la volvería a ver. Pero pensé en ella todo el año. Y conservaba la esperanza de que ella pensara en mí.

Apenas puse un pie en Guadalajara le marqué. Me mandó a buzón. Pero que la línea se encontraba activa era un indicativo de que la llama de la esperanza continuaba encendida. Al tercer timbrazo me respondió. Y concertamos una cita. En el lugar de siempre. La banca de un parque. ¿Saben todo lo que pasa por la mente de un adicto en un momento así? 1. Que la trampó la ley. 2. Que no se va a presentar. 3. Que a lo mejor está ya fuera del negocio y que me va a vender aspirinas molidas y no me va a volver a contestar nunca el celular. En definitiva, por qué me había de guardar fidelidad una persona a la que no he visto en un año. Que no ha sabido nada de mí en todo ese tiempo.

Siempre desespero en la espera. Pero aguardar a la díler me comenzó a proporcionar placer. Bucólico me puse a admirar las bondades naturales del parque. A los 40 minutos me convencí de que no acudiría. Algo que ocurre todo el tiempo con los dílers. Te aseguran que van a llegar y nunca lo hacen. Pero también me atacó la paranoia de que me estaban observando. De que se me abordaría hasta asegurarse de que era yo, el mismo del año pasado, y de que me encontraba solo. La paranoia es como tener un hijo y divorciarse. Hay que compartir la custodia.

En el momento en que me incorporaba para marcharme, vi a lo lejos una figura diminuta y encorvada. Era mi proveedora. No existe amor más grande que el de un díler. Esa señora tiene más güevos que todo el mundo editorial junto. Qué compromiso para con el adicto. Me conmoví. Del gusto de verla. De saber que estaba al pie del cañón. En el negocio. Y sana. Con mucha vida por delante. Se había dilatado por el tráfico. La abracé. Hicimos el intercambio. Y se alejó dejándome un nudo en la garganta. Por eso mi relación más estable desde los catorce años es con la drogas. Porque existen personas como esta mujer que jamás me van a defraudar. No importa que el país se caiga a pedazos.